Hay lugares que escapan más allá de nuestro entendimiento, que no se pueden explicar con la razón. Enigmas ocultos con vida propia aletargados en una paciente espera, lanzando anzuelos en el mar para pescar incorpóreas comidas.
El castillo de Mares era uno de éstos. Nadie que había entrado en él había salido para contarlo. Desde ese fatídico día en el que un cuerpo de policía entero desapareció en sus fauces, el castillo se había ganado un lugar de honor entre los sitos más misteriosos del planeta. A ellos les siguieron más víctimas: especialistas de toda clase buscando fama, dinero, incrédulos estafadores, inocentes almas que no sabían dónde se metían, etc. Todos caídos en las hipnóticas redes de sus muros de piedra fría.
Era otro día más en la vida que reinaba en las colindantes tierras del castillo. La gente saliendo de sus casas dirección a sus trabajos, de compras, a pasear o simplemente al bar a dar rienda suelta a las palabras. Todos caminando por las calles bajo la oscura mirada del castillo, observándolos desde allí arriba. En días de tormenta, la visión de negras nubes centelleando y relampagueando sobre la cabeza del castillo producía tal estremecimiento que las temblorosas piernas caminaban solas a esconderse rápidamente en la seguridad de su casa.
Pero en ése día había algo diferente, un extraño personaje rondaba por el pueblo. Hacía ya años que ningún foráneo pisaba las calles de esa ciudad condenada, de aquí que los pueblerinos miraran con recelo tal espontanea aparición. Se alojó en una humilde pensión alejada del centro. Los que lo habían visto decían que era alto, delgado, con gafas y una mirada de lúcida indiferencia, y siempre iba vestido de negro. Su intención era pasar lo más desapercibido posible, en buena parte lo consiguió pero aunque los ojos de las personas no lo vieran, las bocas no paraban de sonar y las orejas no paraban de escuchar sobre un extraño recién llegado que hacía muchas preguntas sobre el castillo de Mares. El castillo era un tema del que muchos habitantes querían evitar, un sitio temido. Cuánto más se informaba más crecía su popularidad. Y todas las conversaciones que hablaban de él terminaban de la misma manera:
– Dicen que se llama Gris.
– No por mucho tiempo…no.
Gris se informó, se preparó a consciencia, se empapó del aire que corría por la zona y un buen día, tal y cómo había llegado se fue. Tal cómo el sigiloso gato preparándose para cazar a su presa y aunque nadie lo vio marcharse, todos supieron qué camino iba a seguir.
‘Está seguro de esto profesor?’ preguntó con voz temblorosa el ayudante. Irvin, que así se llamaba, era un chico de unos veinticinco años, de cara redonda, no muy alto y con el pelo corto rizado color castaño. También era el alumno más aventajado de las clases del profesor Gris.
‘Estoy seguro, va a funcionar’ respondió ‘pero ya sabes que si no quieres no tienes porque estar aquí, si no estás seguro…’
‘No, no’ se apresuró el chico ‘confío plenamente en usted, además, no me perdería la foto de la fama por nada en el mundo’ y esbozó su mejor sonrisa concluyendo justo cuando llegaban a las puertas del muro. Allí les esperaba Pito, un conocido de Gris y el que básicamente había organizado todo el tinglado. Una vez la manos encajadas y las automáticas frases de saludo, con dos simples palabras ‘Vamos allá’, el profesor guió al intrépido e inconsciente grupo hacia la peor y más increíble experiencia de sus cortas vidas.
Había hecho los deberes y sabía por dónde entrar pero antes de dirigirse al sótano se pararon un momento a contemplar la fachada principal, la cara del mal. Realmente lo parecía, sobresalía del resto del edificio, vista desde los ojos del águila tenía forma de T con el palo corto. Encima la entrada principal había una cristalera de colores dónde se observaba a San Jorge matando al dragón que yacía en el suelo con cara de dolor, bañándose en un gran charco rojo creado de su propia sangre. Más arriba había dos ventanales cómo dos gigantescos ojos observando el insignificante mundo a su alrededor. Finalmente estaba la puerta, grande, de madera, con un león forjado cómo picaporte, toda ella rodeada de piedras que conferían su marco, con un gran dintel de piedra rectangular donde se podía ver a unos leones en plena caza de un elefante. Realmente, en su conjunto, parecía una cabeza gigante esperando a sus víctimas para comérselas.
Aún estaban absortos en la espeluznante visión de su destino cuando la puerta se abrió un poco. Parecía que la casa les invitara a entrar, una invitación muy tentadora, el primer instinto fue caminar hacia dentro, adentrarse en las entrañas sin más pensamiento que el de la curiosidad, pero aún no era el momento. Gris lo sabía, tenía un plan y el sótano era el lugar para desarrollarlo, más tarde ya conocerían la oscuridad.
El profesor llamó la atención de los otros chasqueando fuerte los dedos y despertándoles de ésa pesadilla disfrazada de sueño se dirigieron hacia el bajo-vientre de la bestia. Al girarse y empezar a caminar pudieron oír cómo la puerta se cerraba a sus espaldas.
Una vez en el sótano, lugar de cuerpos mutilados y almas torturadas, Gris y su aventajado pupilo se pusieron en marcha y empezaron a sacar aparatos de los maletines que llevaban, mientras Pito recorría con sus pensamientos la oscura y nauseabunda habitación. ¿Cuántas personas habrían sufrido allí los más crueles designios de los hombres en su sediento afán de deseo sangriento? No quiso ni saberlo.
‘Éste mide las ondas electromagnéticas’ dijo el profesor señalando un aparato ‘a través de un pequeño vehículo tele dirigido podremos ver, oír y captar lo que nos espera allí arriba. Imágenes, sonidos, temperatura, humedad…todo grabado y reproducido en éstas pantallas.’
Pito no veía la diferencia, a él todos los cacharros le parecían iguales: rectángulos de metales, cables y luces rojas; se dio por satisfecho de la explicación y les dejó continuar con el trabajo para empezar su propio ritual, así que sacó el paquete de Fortuna y encendió un cigarrillo. Nada más friccionar la piedra con el metal encendiendo la chispa, notó unos ojos posándose sobre él, alzó la vista y sólo bastó con ver las dos miradas asesinas de Gris y su ayudante para comprender que el humo que iba a provocar no iba a ser bien recibido allí, así que, antes de que saliera ningún sonido acusador de sus bocas, se adelantó: ‘Será mejor que vaya fuera a fumarlo’ y se dirigió al exterior.
Al volver ya estaba todo preparado. El profesor puso el juguete en funcionamiento y, mientras esperaban que hiciera su trabajo, dejaron a Irvin observando los monitores y se sentaron frente a frente con dos vasos y una botella de pacharán casero que había traído Pito. Éste llenó dos vasos y le acercó uno a su amigo que lo aceptó encantado, un buen remedio para calmar los ánimos. Lo miró pensativo y le pegó el primer sorbo, luego volvió a abrir la boca para contar lo que había descubierto en sus indagaciones.